martes, 11 de mayo de 2021

Indicadores de crisis

  

En el 2002 yo tenía 18 años. Y en el 2002 hubo una crisis económica tremenda en Uruguay. Para mi familia era una crisis desde hacía muchos años. Mi madre se quedó sin trabajo por lo menos seis años antes, y a esa altura ya vivíamos con mi abuela, sin ningún ingreso nuestro, o sea, solo con lo que cobraba ella de pensión.

Me acuerdo que en esa época aparecieron muchos productos nuevos en el mercado, que en el momento me parecieron totalmente normales pero que ahora veo como indicadores de crisis. La industria de las gaseosas tuvo un desarrollo interesante. Fue como si hubieran descubierto la famosa receta secreta de la Coca-ColaNix, 3B, Fresquita, muchas más. A mí me daba la impresión de que el resultado era peor pero solamente porque querían hacerla más barata, no porque no supieran cómo hacerla igual. En mi casa, de todos modos, no comprábamos ninguna de esas. Era un gasto pero la verdad es que también éramos un poco clase media acomodada caída en desgracia, nos parecía una reverenda porquería.

Empezamos a probar comida nueva, en algún momento no tuvimos más remedio que incorporar gato y perro al menú. Palomas no habían muchas, se las comían primero los gatos. Me acuerdo de que nuestros vecinos chetos también comían perro, pero ellos eran de clase un poco más adinerada, comían solo perro de raza, y perro caro, chihuahua, croqueta de galgo, empanada de rottweiler.

Desde unos cinco años antes, mi padre vivía en una pensión y salíamos a caminar los fines de semana. Estábamos entre tres y cuatro horas caminando por Montevideo, en general sin ningún rumbo en particular. Jugábamos una competencia de quién mataba a más mosquitos. Si los matabas sobre tu propia cara tenías puntaje doble. Cuando pasábamos por la puerta de un comercio que tenía mucha gente o un restorán siempre escuchábamos el comentario de mi padre, “este es el país de la joda”. Al parecer, que la gente gastara en algo que no fuera indispensable al cien por ciento convertía la situación en un lujo disparatado. Como si la gente no fuera consciente de que todo se estaba yendo a la mierda y estuviera malgastando estúpidamente la plata. Con el tiempo la frase se simplificó a “el país de la joda” cada vez que pasábamos por una pizzería con una pareja pidiendo un dos por uno y veinte mesas vacías. Era ver a alguien comiendo y ya se escuchaba el amarguísimo EL PAÍS DE LA JODAAA. Cuando llegó la crisis y yo ya tenía dieciocho años, ya no lo veía tanto y no hacíamos esas caminatas, pero cada tanto hablábamos por teléfono e invariablemente me comentaba que había visto “gente comiendo afuera” y agregaba que se debía a que este “es el país de la joda”. Aunque también a veces no veía a nadie y aseguraba que era por la “chicoria”, desconociendo sus anteriores observaciones.

En un momento la cosa se complicó y ya no se podía pagar más el alquiler. En ese momento aparecieron los apartamentos o casas cronocompartidas. De entre dos o tres familias, tenían una habitación grande, un living, un baño y una cocina. Dependiendo del día, a una familia le tocaba el cuarto (que era rotativo) y la otra familia trataba de no estar en el apartamento, o si era de noche le tocaba achicar en el living. Así aproveché para estar lo mínimo indispensable en el apartamento, me iba todo el día a la biblioteca nacional y sacaba libros para leer. Con la otra familia no hablábamos, a veces un “buen día” o “buenas noches”, pero manteniéndolo siempre en el mínimo posible. Con los meses y años, gastar plata de cualquier manera se convirtió en una actividad de gil. Tenerla y no gastarla no formaba parte del escenario. Pero gastar plata era de imbécil, comer era derrochar. Comer incluso estaba mal visto, aunque fuera gratis. ¿Cómo vas a comer?

Por esa época fue que la intendencia empezó a retirar contenedores de basura. La gente ya no generaba basura, y cuando la había se terminaba rápidamente porque los mismos vecinos la revisaban y reciclaban lo que se podía. Más que contenedores se trataba de una especie de feria de intercambio. A la mayoría les sacábamos la tapa porque ya no servía de nada. Algunos las usábamos después para ir a la playa, porque se adaptaban tanto para sombrilla como para hacer una especie de surf marginal que tuvo su auge en ese año. 

Vi ratas muertas de hambre. Las palomas, según me enteré, migraron a Brasil. Nunca se había registrado una migración de esta especie antes en el mundo. Tenías días soleados, días cubiertos y días cubiertos por palomas. Se perdieron la crisis de la aftosa y la decadencia definitiva del partido colorado. 

Coincidentemente con esta crisis yo entré en edad de buscar trabajo. Hice un curriculum e imprimí como 5 copias, pensando en las que iba a mandar durante todo el mes. No tenía ni qué poner en el currículum, en esa época tampoco tenía imaginación. Debo haber usado una fuente tamaño sesenta y pico para poder llenar tres cuartos de hoja. Los anuncios clasificados los leías más o menos en tres minutos, y en general compartíamos el diario con las otras familias con las que cronocompartíamos el apartamento, así que lo marcábamos solo con lápiz, y en general ellos ya habían marcado el aviso que me servía a mí. Todos marcábamos el mismo, el menos turbio. Había avisos que si los marcabas experimentabas una especie de premonición extrasensorial en los riñones, te dolían por adelantado antes de que estuvieran amenazados. 

Cada fin de semana aparecían uno o dos avisos a los que me parecía que me podía postular. Una vez me postulé a uno para ser cadete o algo por estilo en un banco, y especificaban que había que indicar la aspiración salarial por hora. Yo no tenía ni idea cuánto cobraba una persona por hora, así que pensé cuánto era el sueldo que me gustaría cobrar (más o menos un salario mínimo) e hice un cálculo definitivamente mal hecho y no revisado, porque me dio cualquier cosa. Pero no me di cuenta y lo mandé así. Resultó ser el doble de lo que yo había querido expresar. Desde el banco me llamaron una semana después para preguntarme por qué había propuesto ese número, y les dije que capaz que me había equivocado. “¿A vos te parece que con la situación actual alguien te puede pagar toda esa plata? ¿Eh?”. Yo no dije mucho, pero el tema no quedó ahí, porque me siguieron llamando dos o tres veces por semana durante algunos meses, solo para recordarme mi error. Incluso durante la crisis bancaria. En general las llamadas duraban menos de un minuto y yo no solía responder más que monosílabos. A veces también me leían recortes de diario en los que se hablaba de la crisis económica, y me preguntaban si me seguía pareciendo que tenía sentido el número que les había mandado.

Pero mi recuerdo más vívido de esa época probablemente sea el de las entrevistas de trabajo que efectivamente “conseguí”. De la primera no me acuerdo mucho, pero sé que cuando estaba yendo me distraje con un cartel en un kiosko que promocionaba empanadas a 15 pesos. Cuando llegué al lugar de la entrevista, entramos tres personas juntas: dos chicas más o menos de mi edad y yo. Era una especie de estafa en la que había que vender algo relacionado a servicios funerarios o algo por el estilo, pero había que poner plata primero para obtener el material, y aparte pagaban solamente por comisión. En esa época no ocultaban que era una estafa, directamente te contaban la cantidad de años que podías ir preso si te agarraban, pero en general se quedaban cortos. La entrevista fue en un apartamento en el centro súper turbio. Una de las chicas y yo nos fuimos, la otra se quedó contenta, pero recontra contenta como si hubiera encontrado un trabajo genuino. Con la otra bajamos por la escalera sin hablar y salimos sin hablar y caminamos para lugares diferentes a partir de la puerta, siempre sin comentar nada a pesar de que estábamos los dos indignados. Ella agarró para un lado de la cuadra y yo para el otro, pero igual nos encontramos al otro lado de la manzana en el kiosko de las empanadas. La idea (al menos la mía) era gastarme la plata del boleto de vuelta en una empanada y volverme caminando. Primero pidió ella.

- Una empanada de jamón y queso y una de perro.

- ¿Vos querés empanadas también? - me preguntó a mí la que atendía- Porque las caliento juntas.

- Sí, una de perro, por favor.

- Les aviso que el horno anda mal, solo lo puedo poner en nivel uno o tres. O sea que las empanadas salen crudas o quemadas, no tenemos el número dos. Por eso es la promoción.

- ...

- Bueno.

- ¿Las van a querer igual?

- Yo sí.

- Sí, yo también. Quemada –pedí yo.

- Yo cruda.

 

Duro año el 2002.