jueves, 6 de octubre de 2011

Bicentenario del mal gusto

La semana que viene se celebra el bicentenario de la nación. Un bicentenario que en realidad no es tal, pero que se festeja igual, a pesar de todos los cientos de artículos que salen todos los días en todos lados diciendo que el bicentenario es un invento más bien patético para celebrar algo.

Intento resumir o dejar de lado esa parte porque seguramente los que estén leyendo esto ya tienen una idea (vaga o desarrollada, como quieran) de por qué el bicentenario es un fiasco. No vale la pena que yo me ponga a escribir de historia, pero sí puedo escribir de cómo llegué tarde hoy al trabajo porque el ómnibus se desvió de su recorrido gracias al monumental y apestoso escenario que instalaron en Dieciocho de julio, donde tendrá lugar un recital con un montón de bandas, todas horribles.

Me bajé, como siempre, en la plaza independencia, y ahí está el monumento a Artigas. Hay una historia curiosa en torno a ese monumento. Curiosa pero también patética; y no patética en el sentido de triste, sino en el sentido de lamentable, penosa, desagradable.

Según dicen, el monumento a Artigas se ideó en el siglo XIX, cuando se aprobó una ley destinando ciertos fondos a su creación. Cuarenta años después (40) finalmente, se hizo la estatua. Cuarenta años después. Es enfermizo el solo hecho de pensar que haya podido demorar tanto. Cuarenta años. 

Hicieron como una especie de llamado, ya en el 1910, más o menos, y se presentaron X cantidad de artistas con sus “maquetas” o proyectos. Al final quedaron solo dos. Y esta es, para mi, la parte triste.

Uno de ellos era del italiano Angel Zanelli, y el otro, del uruguayo Juan Manuel Ferrari. El jurado estaba formado por Juan Zorrilla de San Martín (autor del impresentable “Tabaré”), José Pedro Varela, Juan Campisteguy, Luis Carve y, como presidente, Carlos Travieso. Después de deliberar, decidieron que le iban a dar a los dos proyectos seis meses más, para que los autores los retocaran, mejoraran, etc, y luego los presentaran de nuevo. Zanelli contestó con una carta pública (muy divertida, de hecho) diciendo que su obra era la obra de un genio y que no podía ser retocada, y que Ferrari, si quería, podía hacer lo que quisiera con la suya, en seis meses o seis mil años, que él no iba a tocar la propia, porque ya era el monumento más lindo de toda América del Sur. Toda esa soberbia no le impidió ganar, y la estatua que hoy se puede ver en la plaza es de él.

Hace un par de meses fui a la Biblioteca Nacional y, revisando un diario de 1913 (Diario Del Plata), me encontré con las imágenes de los dos proyectos cuando aún estaban en carrera, y me llevé una sorpresa. No sé si buena o mala, supongo que buena.

El proyecto de Ferrari, el uruguayo, que perdió, era mil veces mejor que el ganador. Realmente, nunca pensé que la imagen de un prócer podía llegar a interesarme, pero esta era diferente. Tomando como punto inicial la de Zanelli, en la Plaza Independencia, imagínense esto (no pude sacarle fotos):

-         -  El caballo de Artigas está sobre una roca, una roca enorme, no sé como se llama, una roca que puede haber en un campo de batalla, tipo precipicio. Una linda roca, en lugar de una superficie plana y sin gracia.
-         -  El caballo de Artigas, además, a diferencia del de Zanelli, no está asustado ni relinchando, ni con una de las patas levantadas. En lugar de eso, está con la cabeza en alto, tranquilo: no le tiene miedo a Artigas, está como orgulloso de estar llevándolo. El caballo de Zanelli le tiene miedo al Artigas patriota y dominante; el de Ferrari es más como el aliado de Artigas, orgulloso de su amo. Simbólicamente, si yo tuviera que fundar un país, eligiría ese caballo. Hasta parece que estuviera sonriendo, pero ahí entra en juego la mala calidad de la imagen en el diario.
-         -  Por último, la obra maestra: montado arriba del caballo, está Artigas, que en la versión de Ferrari es nada más ni nada menos que CLINT EASTWOOD. Está con un sombrero y con la cabeza gacha, como durmiendo o mirando para abajo, pero con actitud de lejano oeste; casi no se le ve la cara, es como una sombra; sobresale solo una nariz. Los brazos tampoco se le ven, los tiene escondidos abajo del poncho que lleva puesto y que lo tapa casi por completo (a diferencia de la vestimenta militar toda limpia del monumento de Zanelli). No está agarrando al caballo de las riendas, es Clint Eastwood a caballo en El bueno, el malo y el feo, y sabiendo que es un capo, que es el capo. Si Artigas era así, puede merecer respeto.

En lugar de esta estatua, Juan Zorrilla de San Martín (autor del impresentable “Tabaré”), José Pedro Varela, Juan Campisteguy, Luis Carve y, como presidente, Carlos Travieso, decidieron colocar en el centro de Montevideo la estatua de Zanelli, que no tiene gracia, que es completamente insípida, que es una mierda.

En el Artigas de Zanelli, Artigas tiene la cabeza en alto, a pura honra, y al caballo sometido y asustado. En el de Ferrari, el caballo lo obedece porque es un capo y porque lo quiere, no necesita ni tocarlo ni demostrarlo. La actitud del Artigas de Zanelli solo demuestra inseguridad, histrionismo, fiasco. Es una diferencia de puntos de vista, pero elegir al Artigas de Zanelli demuestra la mentalidad filistea, patriótica (en el sentido más burdo y relacionado con la estupidez que haya) y anti-clin-eastwood del jurado. A partir de esa imagen, voy a pensar que la celebración del bicentenario es una legitimación de esa decisión, que impregnó de mal gusto la simbología básica de este país, en el que espero no estar cuando se celebre el bicentenario nuevamente en 1930. O si voy a estar, que me cambien la estatua.